
- Editorial:
- EDICIONES DEL ORIENTE Y DEL MEDITERRÁNEO
- Año de edición:
- 2025
- Materia
- Història i política
- ISBN:
- 979-13-990404-0-1
- Páginas:
- 136
- Encuadernación:
- Bolsillo
PALESTINA: LA EXISTENCIA NEGADA
ARANGUREN AMÉZOLA, TERESA
introducción:
más allá del relato bíblico.
Antes de ser problema, conflicto o reverso trágico del Estado de Israel, Palestina fue simplemente Palestina, lo cual es una obviedad, pero una obviedad silenciada y no por casualidad.
A comienzos del siglo xx, y sin que los habitantes de la zona tuvieran conocimiento de que sus vidas y su destino colectivo habían adquirido carácter problemático, Palestina se convirtió en «The Palestinian Question», el término que los ingleses acuñaron para dar envoltura burocrática y aséptica al proyecto sionista que había comenzado a gestarse en Europa a finales del xix y que no solo diseñaba un futuro insospechado para la población árabe de Palestina, sino que también iba a desdibujar su pasado hasta convertirlo en mero preámbulo del Estado judío. El reclamo bíblico que, aunque los fundadores del sionismo eran laicos, estuvo siempre presente en su discurso, establecía, obviando la historia real de Palestina, una imaginaria línea de continuidad entre los tiempos bíblicos y el actual Estado de Israel. De modo que el pasado de esta región del Próximo Oriente, del que quedan abundantes testimonios desde tiempos prehistóricos, se ha visto reducido a los relatos bíblicos, la Historia Sagrada que se impartía en las clases de religión del viejo bachillerato y que, si bien es sagrada para muchos, desde luego no es la Historia de Palestina. De hecho, dista mucho de ser Historia, a no ser que incluyamos en tal categoría toda la variedad de narraciones mitológicas: babilónicas, griegas, hindúes, aztecas y tantas otras historias sagradas con las que los seres humanos han buscado entroncar su azarosa y efímera existencia con un origen trascendente y sobrenatural. Uno de los factores que sin duda facilitaron esta sustitución de la Historia de Palestina por la Historia Sagrada es el hecho de que los mitos bíblicos sean también «los nuestros», los del Occidente cristiano. Al fin y al cabo, Yahveh, Abraham, Moisés, David son nombres familiares en el mundo occidental, más aún en el de raíz luterana y, por extensión, en todo el mundo protestante anglosajón. Con todo, la Historia de Palestina, cautiva del mito bíblico y oculta tras un velo tejido de silencios, olvidos, medias verdades o falsedades convenientemente publicitadas, ha quedado silenciada pero no borrada. Una de las condiciones del tiempo pasado es que ya está cumplido y no se puede eliminar. Se puede falsear, silenciar, ocultar, pero no borrar su rastro de los libros de historia, viajes, documentos, restos arqueológicos y, sobre todo, de la memoria, que, si bien es perecedera como los seres humanos, también es transmitible de padres a hijos y a los hijos de los hijos. Así que dediquemos una somera mirada a esa historia:
Palestina ha sido el término con el que a lo largo de los siglos se ha designado un espacio claramente delimitado desde el punto de vista geográfico, histórico, cultural, sociológico, demográfico, administrativo y político. Entre el Mediterráneo y el Jordán, entre las montañas al norte de Galilea y el desierto de Neguev al sur, el territorio que en época del imperio romano se denominaba Palestina se corresponde al que en el siglo xviii, y con el mismo nombre, formaba parte de la provincia siria del Imperio Otomano. Tierra de paso y cruce de civilizaciones, cargada de connotaciones religiosas e históricas para Oriente y Occidente, Palestina, además de todo eso, era la tierra donde vivían los palestinos.
¿quiénes son los palestinos?
El pueblo de Palestina está inserto en el contexto histórico, lingüístico y cultural de lo que conocemos como el Creciente Fértil o, dicho en términos más recientes y eurocentristas, Oriente Próximo (próximo a Europa); una región de Asia enmarcada entre los dos grandes focos civilizatorios de la antigüedad: el sumerio-babilónico de Mesopotamia, el actual Irak, en los deltas de los ríos Tigris y Éufrates, y el Egipto de los faraones en el delta del Nilo. El bagaje histórico y cultural del que también los europeos somos herederos comenzó a gestarse hace milenios en el punto de confluencia de esas dos grandes civilizaciones del mundo antiguo.
Los palestinos son descendientes de los pueblos que desde tiempos prehistóricos se asentaron en la zona más occidental del Creciente Fértil y de los que fueron llegando a lo largo de los siglos como migraciones o junto a ejércitos de conquista: cananeos, jebuseos, gabaonitas, amorreos y otras tribus semitas seminómadas componen el primer sustrato de población asentada en la región hacia el siglo xx a. C.; ocho siglos después, xii a C, llegaron, unos del desierto y otros desde el mar, las tribus israelitas y los filisteos, que dan el nombre a la región: Falastín-Palestina. Para entonces las poblaciones que habitaban la zona habían desarrollado un modo de vida urbano con una estructura política del tipo ciudades-Estado, que podríamos definir como avanzado desde el punto de vista de civilización, pero débil en el ámbito militar.
La conquista de la Tierra de Canaán por las tribus israelitas se enmarca en la vieja lucha entre los nómadas del desierto y las culturas sedentarias más desarrolladas, pero carentes de la vitalidad y el empuje arrollador de los pueblos del desierto. Las ciudades cananeas fueron sucumbiendo una a una ante el ardor guerrero de los conquistadores. Pero su derrota, como tantas veces ha ocurrido en la historia, no fue total, los valores del conquistado impregnaron la vida del conquistador. Los relatos bíblicos reflejan bien esta contradicción, la imposición de la nueva fe, el culto a Yahveh, seña de identidad de las tribus israelitas, nunca termina de completarse, el becerro de oro que una y otra vez aparece como amenaza de contaminación frente a los esfuerzos purificadores, hoy los llamaríamos fundamentalistas, de los levitas, los sacerdotes de Yahveh, es la expresión de la permanente pugna entre los valores primitivos y austeros de un pueblo del desierto y los de una sociedad urbanizada, más exquisita y por ello también más decadente. Jerusalén, que se convertirá en el símbolo místico por excelencia de la tradición judía, era la ciudad de los jebuseos y ya se llamaba así cuando el rey David, con aguda visión política, la convirtió en capital de su reino. Durante el tiempo que duró el reino iniciado por David en el 1050 a. C. la pugna entre los viejos valores y creencias de la sociedad cananea y los conquistadores israelitas se mantuvo viva. El texto bíblico atribuye al rey Salomón, que se dejó seducir por la vieja cultura del país, restauró los antiguos lugares de culto a los dioses cananeos y se casó con mujeres extranjeras, el pecado que provocó el castigo de Yahveh y la descomposición del reino, que a su muerte se dividió en dos: Israel al norte y Judea al sur.
El reino de Israel fue conquistado por los asirios en el 721 a. C.; el de Judea por los babilonios en el 586 a. C.
Después, llegaron persas, griegos, romanos, bizantinos
El confín más oriental del Mediterráneo, el umbral por el que Oriente se asoma a Occidente, comparte el destino de las tierras que son a la vez frontera y camino, escenario del paso de ejércitos en campañas de expansión, invasiones y conquistas que van dejando su huella en el paisaje y en el alma de quienes lo habitan. Con todo, las sucesivas dominaciones, incluso las más sangrientas, que han jalonado la historia de la zona, nunca han supuesto un «borrón y cuenta nueva», los vestigios de lo antiguo no solo están en los estratos de las excavaciones arqueológicas, sino que siguen vivos en los usos, gestos, creencias, tradiciones
Esa pervivencia de lo antiguo junto a lo nuevo es una de las características identitarias de los pueblos de la región.
En el año 637 de nuestra era, Palestina fue conquistada por los ejércitos árabes musulmanes (la precisión es pertinente porque en toda la zona de Oriente Próximo había una población árabe preislámica), pero su llegada, como la de los conquistadores romanos, no supuso una trasformación demográfica sino cultural de la región. La sociedad palestina, que en esa época era predominantemente cristiana, se hizo predominantemente musulmana, aunque siguieron quedando comunidades cristianas y judías, el arameo, la lengua que hablaba Jesús, se fue perdiendo a favor del árabe, la población, fuese musulmana, cristiana o judía, se arabizó de manera mucho más profunda que en el caso, por ejemplo, de Al Ándalus, ya que conquistadores y conquistados pertenecían a tribus emparentadas y con una estructura social y familiar muy similar.
El proceso de arabización de las poblaciones de Oriente Próximo, como lo había sido la romanización de las poblaciones de Europa, comienza con una conquista militar y se asienta a lo largo de los años y los siglos en la lengua, la religión, el derecho, la administración, las modas artísticas, las costumbres, la estructura familiar
Ni siquiera la llegada de los conquistadores Cruzados (1099-1187 d. C.) consiguió trasformar la identidad social y cultural de la población de Palestina; de hecho, muchos de ellos terminaron arabizándose, y hoy es fácil reconocer en algunos pueblos de Jordania, Palestina y Siria, donde abundan los pelirrojos de piel pecosa, a los descendientes de los caballeros francos que llegaron como Cruzados para liberar Tierra Santa del dominio de los infieles.
En el año 1187 de nuestra era, con la reconquista de Jerusalén por Saladino, la aventura de los Cruzados llegaba a su fin. Aunque su agonía fue lenta, y aún se mantuvieron en algunos enclaves como el puerto fortaleza de San Juan de Acre durante casi un siglo.
La invasión de los Cruzados, que en un principio sorprendió desprevenidas a las poblaciones de la zona, es uno de los episodios más traumáticos de la historia de Palestina; la descripción de los ríos de sangre que bajaban por las calles de Jerusalén cuando las tropas de Godofredo de Bouillon conquistaron la ciudad está en los relatos que los niños árabes han estudiado y forma parte de lo que podríamos llamar memoria colectiva de las sociedades árabes, en especial del mundo árabe oriental, el Mashreq.
En contraste con la crueldad de los caballeros Cruzados, al menos de la gran mayoría de ellos, se alza la figura del sultán Saladino, que entró como conquistador en Jerusalén sin derramamiento de sangre y protegió los Lugares Santos del cristianismo, como la iglesia del Santo Sepulcro, para que, bajo dominio musulmán, siguieran siendo santos y cristianos. En los relatos de la época, no solo los islámicos, sino también los cristianos, la figura de Salah Ad Din, o Saladino, es descrita siempre en términos positivos, un héroe triunfador pero magnánimo con el vencido, modelo de caballero al estilo de los libros de caballería; de hecho, se supone que inspiró algunos de ellos. En el imaginario árabe, entre el mito, la leyenda y la historia, Saladino es el modelo de dirigente honesto, carismático y libertador que, sobre todo en épocas de incertidumbre y derrota, se recuerda y añora.
A la muerte de Saladino, le sucedió un periodo especialmente convulso marcado por los últimos intentos de los Cruzados de recuperar sus dominios, las luchas intestinas del sultanato ayubí, el paso de los mongoles y la toma de poder de los mamelucos de Egipto, que perduró de 1260 a 1517, cuando los turcos otomanos conquistaron Palestina. A partir de esa fecha, los territorios árabes del Oriente Próximo, así como amplias zonas de la Europa cristiana como los Balcanes, formaron parte del Imperio Otomano. Hasta la Primera Guerra Mundial.
Durante ese largo periodo de poder otomano, la población de Palestina no vio alteradas sus costumbres, estatus religioso, lengua e identidad árabe. De hecho, en contraste con la convulsa historia anterior, y especialmente en los dos primeros siglos, xvi y xvii, de dominio turco, tanto la población de Palestina como del resto de los territorios árabes bajo su dominio vivieron un periodo de estabilidad política y de cierto desarrollo social, se construyeron vías de comunicación, puentes, acueductos y cientos de edificios civiles, la muralla de Jerusalén, que sigue en pie prácticamente intacta en nuestros días, fue obra del más famoso de los sultanes otomanos, Solimán el Magnífico, que gobernó de 1520 a 1566.
Aunque los altos funcionarios de la Administración del imperio eran turcos, el resto de los cargos de nivel medio y sobre todo de ámbito regional se reclutaban entre las élites locales; muchos de los «notables» palestinos, no solo musulmanes, también cristianos y judíos, ocuparon cargos de gobernadores, jueces o recaudadores de impuestos para un imperio que se definía como multiétnico, multilingüístico y multiconfesional. Sin embargo, esa estructura económica semifeudal con su red de vasallajes y lealtades comenzó a resquebrajarse en el momento en el que entró en contacto con los florecientes mercados y el despegue de la economía capitalista en la Europa Occidental.
Hasta mediados del siglo xix gran parte de la tierra cultivada en Palestina era comunal y existían mecanismos como el mushaa, sistema rotativo que otorgaba por turnos el cultivo de una determinada parcela del terreno común a cada una de las familias del lugar, asegurando así la supervivencia de los campesinos más pobres. Pero este sistema, que suponía un importante factor de cohesión social en el área rural, era un obstáculo a la introducción del cultivo agrícola intensivo que los mercados globales reclamaban y a las aspiraciones modernizadoras del último sultán otomano. En la década de 1880, una serie de normas fiscales y medidas legislativas sobre la propiedad de la tierra permitieron a la Administración otomana requisar las tierras de los propietarios árabes que no podían pagar los abusivos impuestos o suministrar al sultán los efectivos militares que solicitaba. El declive del Imperio, su agónico esfuerzo modernizador, se tradujo en deterioro de las condiciones de vida de sus súbditos y en el surgimiento de movimientos de protesta y rebeldía. Es en este clima de crisis y malestar creciente cuando las aspiraciones emancipadoras de las poblaciones árabes bajo dominio turco toman la forma de lucha nacional «panárabe» en la que se inscribe el movimiento nacional palestino.
Pero también en estas fechas, dos fenómenos de corte estrictamente europeo marcarán el destino de toda la región: uno es el colonialismo; las dos grandes potencias coloniales del momento, Francia y especialmente Inglaterra, compiten por ampliar sus áreas de influencia y entran con fuerza en la escena de Oriente Próximo; el otro, el movimiento sionista, fundado por el periodista vienés Teodor Herzl en la década de los 80 del siglo xix. En esos años el mundo aún se dividía en dos grandes imperios, el Austrohúngaro y el Otomano, ambos iban a desaparecer muy pronto en el marco de la Gran Guerra que iba a asolar Europa y transformar el mundo. Para la población de Palestina un insospechado y dramático destino se estaba gestando.
El conflicto de Oriente Próximo acababa de empezar.